martes, 30 de junio de 2009

La cosa de Zelaya

Por Marmotino (de su blog "Divagaciones de una Marmota")

El enfrentamiento entre el militar y el político data de la separación de poderes.
En la antigüedad el jefe político y el jefe militar eran la misma persona.
Las ambiciones e intereses nunca se enfrentaban… de cuando en cuando había que decidir quien ejercería el mando, algo que se dirimía – normalmente – en el campo del honor, pero una vez asumido el mando por el vencedor, el equilibrio se reponía.
La misión de los ejércitos modernos suele venir expresada en las constituciones de los países.
En la nuestra (la Nicolasa) pone esto:

“Artículo 8.
1. Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional.”

Por lo expresado en estos párrafos, parece bastante claro, cuando y cuando no el ejército está autorizado al empleo de la fuerza.
Para lo demás, la Política de Defensa, a cargo del gobierno de turno, decide donde se debe desplegar la Fuerza, en función de las necesidades diplomáticas de la política exterior.
Las cosas están bastante claras, pero en la clase política y en la ciudadanía en general existe un sentimiento de desconfianza y temor hacia los miliares.
Y este sentimiento se va volviendo fóbico en función de dos factores: el desconocimiento y las ambiciones políticas.
En España, el desconocimiento de lo que es el Ejército, sus tradiciones, su forma colectiva de pensar, etc. procede del hecho de que en los ejércitos profesionales sólo una pequeña parte de la población tiene acceso a esa información. El resto asume esos tópicos según los cuales un soldado es una especie de troglodita violento y fanático, carente de toda capacidad de raciocinio o sentimiento de pertenencia a otra cosa que no sea su colectivo.
En el caso del político esta fobia se agrava, porque ve en el ejército el obstáculo que puede dar al traste con sus ambiciones.
Si la clase política es además de un relativismo patológico (tal como sucede en España) el enfrentamiento entre un colectivo de valores permanentes (Patria, honor, tradición…) y otro en el que todo muta en función de las necesidades de sus componentes, es inevitable.
Para evitar esto el político se centra en domesticar a los altos cargos dentro del ejército… lo que se denomina la “cúpula militar”. Se asume que en un colectivo vertebrado por la disciplina, controlando la cabeza se controla el resto. Lo cual es cierto. Para ello juega con dos factores, la lealtad política y los ascensos.
La natural ambición del militar de carrera por alcanzar el generalato, se ve así condicionada por la mansedumbre que manifieste hacia la clase política.
Sucede que a veces las ambiciones políticas chocan frontalmente con la misión de las Fuerzas Armadas… sobre todo en lo referente al “ordenamiento constitucional”.
Estos conflictos se podrían evitar teniendo un Tribunal Constitucional operativo, que evitase que los desmanes a los que tiende la clase política, corrupta por naturaleza y en España, además, francamente impresentable, se pudiesen llevar a efecto.
Un cambio constitucional, por las vías regulares, no produciría efecto sobre las fuerzas armadas. Su misión de preservar la legalidad seguiría intacta con otro orden legal democráticamente establecido.
El problema se plantea cuando ante la inoperatividad del Tribunal Constitucional, formado por jueces elegidos bajo criterios políticos, la clase política de turno se dedica a imponer normativa que choca de frente con la Ley de Leyes… por fuerza el militar tiene que sentir que está faltando a su obligación al consentir ciertos desmanes.
En Honduras un presidente de gobierno – de la izquierda zarrapastrosa, como no podía ser de otra manera – ha intentado saltarse a la torera la constitución de su país imponiendo un referéndum con la intención de perpetuarse en el poder.
El que sea bueno o malo que un presidente pueda presentarse una o varias veces a la reelección es irrelevante… el hecho es que la constitución de ese país lo prohíbe expresamente.
El congreso de los diputados correspondiente ha declarado ilegal el plebiscito, el Tribunal Superior del país ha declarado ilegal el plebiscito… y el presidente del gobierno, por encima de la ley, la constitución y el “sursum corda” se ha empeñado en hacerlo.
Para conseguir el objetivo ha usado todos los recursos a su alcance, destituyendo, por ejemplo, al Jefe del Estado Mayor para evitar su oposición. Ha usado la ley para saltarse la ley.
Al final ha intervenido el Ejército y lo ha destituido.
Y lo ha hecho sin pegar un tiro.
Y lo ha hecho con el apoyo del poder Legislativo y el poder Judicial.
Y en cuanto se ha resuelto "el problema" ha devuelto el poder a las Cortes, es decir, al poder legislativo.
Y todo el mundo llama a esto “golpe de estado”.
En ese remoto país, el ejército ha hecho, en mi opinón, lo que tenía que hacer… y lo ha hecho sin pegar un tiro, en 24 horas, regresando a sus cuarteles una vez se ha asegurado el objetivo… es decir, lo ha hecho de forma ejemplar.
Porque miren por donde, lo que ha hecho el ejército es restituir la legalidad impidiendo que se materializase lo que hubiese sido un flagrante atentado contra la legalidad vigente en ese país. Asegurando así que ningún ciudadano – y los presidentes de un gobierno no escapan a esa condición – está por encima de la ley.
A mi, de todo esto, lo que mas me fascina es oír los comentarios de los periodistas y la clase política española… les ha faltado tiempo para decir aquello de que los militares tienen que estar “calladitos” y en sus cuarteles.
Nuestra chusmilla política tiene miedo.
Porque saben que están jugando con fuego.
¿Cumplirá el Ejército con su misión constitucional en España cuando los bastardos de siempre rompan nuestro ordenamiento constitucional en mil pedazos sin pasar por las urnas?
A mi me da que no.

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